jueves, 13 de septiembre de 2012

La mujer de los Cullen


                                                            CAPÍTULO  22


Parecía una noche perfecta. La nieve cesó finalmente, dejando el paisaje cubierto por una sábana blanca. El fuego ardía en la chimenea, y Bella estaba sentada en el suelo jugando al Monopoly con Jasper y Edward. Emmet apagó el ordenador y deambuló perezosamente hasta sentarse detrás de Bella.
Acarició su pelo, disfrutando de verla entretenida con sus hermanos. Sí, era una noche perfecta. Por lo tanto no debería haberse sorprendido cuando el teléfono sonó.
Suspiró con disgusto y quitó la mano del pelo de Bella.
—No contestes —dijo ella roncamente, sonriéndole con dulzura.
Por un momento, él casi atendió su pedido. Pero podía ser Cal llamando con noticias, o podían ser sus padres.
—Vuelvo enseguida —dijo, dándole un beso en los labios.
Terminó de levantarse del suelo justo cuando el teléfono dejó de sonar. No había llegado a acomodarse de nuevo cuando su celular empezó a zumbar.
Mierda. Lo que quiera que fuera, debía ser importante.
Se sentó en la silla del ordenador y abrió el teléfono.
—Emmet — dijo.
— ¿Emmet? Soy Rosalie. Mira, necesito tu ayuda. La de todos, si pueden. Tengo un niño desaparecido. Con toda esta nieve fresca es imposible encontrar el rastro. Me vendría bien vuestra experiencia.
Emmet suspiró y se pasó una mano por el pelo. Maldición. Lo último que quería hacer era salir con aquel frío, pero no podía dejar que un niño perdido se congelara hasta la muerte.
— ¿Dónde debemos ir? —preguntó con resignación.
—Encuéntrenme en la ciudad. Estamos organizando la búsqueda aquí, en el cuartel general. Y escucha, Emmet. Traigan sus rifles. Tenemos razones para creer que se trata de un rapto.
Emmet cerró el teléfono y se encontró con tres pares de ojos fijos en él.
Bella estiró las piernas y se levantó. Caminó hacia él, la preocupación frunciendo su frente.
— ¿Qué está mal? —preguntó.
Detrás de ella, Jasper y Edward también se levantaron, toda su atención puesta en Emmet.
—Era Rosalie —dijo él. Observó la reacción de Bella.
Frunció ligeramente el ceño, pero no dijo nada.
— ¿Qué quiere? —preguntó Edward.
—Necesita nuestra ayuda. Están buscando un niño perdido y con la nevada, no consiguen hallar el rastro.
—No sé… —comenzó Jasper.
—Tienen que ir —dijo Bella suavemente—. Quiero decir, tienen que encontrar al niño.
Emmet asintió.
—Vayan. Yo estaré bien —continuó, abrazándose a sí misma.
—Uno de nosotros debería quedarse —Emmet esperó la aprobación de los hermanos—. Bella no puede quedarse sola.
No quería alarmarla, pero de ningún modo la dejarían desamparada con su esposo suelto por ahí. El incidente en Denver estaba aún muy fresco en su memoria.
—Yo me quedaré —se ofreció Edward—. Tú y Jasper pueden ir.
Emmet asintió.
—De acuerdo.
Envolvió a Bella en sus brazos.
—Volveremos en cuanto podamos, muñeca.
Ella se irguió en puntas de pie y lo besó.
—Más les vale.
El sonrió y giró hacia Jasper.
— ¿Estás listo?
Jasper besó ligeramente los pelos de Bella y luego se apresuró hacia el armario donde guardaban el equipo.
Cinco minutos más tarde, salieron y subieron al jeep. Mientras bajaban por el camino, Emmet sintió un peso en el pecho. No conseguía explicar lo que sentía, pero la preocupación se instaló en él.


Bella giró hacia Edward cuando la puerta se cerró y le tendió los brazos.
—Solos tú y yo.
Sonrió y le dirigió una mirada lenta.
—Puedo pensar en cosas peores.
El corazón se le disparó en el pecho.
—Oh, en las cosas que te voy a hacer —dijo Edward maliciosamente.
Sonrió y lo empujó bromeando.
—Oh no, niño malo, las cosas que yo te voy a hacer.
Él levantó una ceja.
—Creo que me gusta cómo suena eso.
Bella movió seductoramente las pestañas.
—Búscame en el dormitorio. En cinco minutos.
Intentó asirla, pero ella consiguió escapar y corrió hacia el cuarto, chillando entre risas:
— ¡Cinco minutos!
Cerró la puerta y se dirigió al armario donde había escondido la lencería sensual que compró en Denver. Sacó de su envoltorio el conjunto melocotón de seda pura.
Deprisa se deshizo de los tejanos y la camisa. Salió del vestidor haciendo equilibrio sobre un pie, intentando meter el otro en el mínimo short de seda del conjunto. Se despeinó el pelo con los dedos y corrió al baño para echar un vistazo rápido a los resultados.
La sonriente y risueña chica en el espejo no se parecía en nada al conejo desarrapado y asustado de algunas semanas atrás.
Se pasó el cepillo por el pelo ahora castaño claro.
Sólo tenía más o menos un minuto antes de que Edward echara la puerta abajo.
Soltó el cepillo y corrió hacia la cama.
Para su sorpresa, Edward estaba allí esperando por ella. Desnudo.
—Oh, eres muy malo —lo regañó ella—. Se suponía que esperarías cinco minutos.
Él le sonrió tímidamente:
—Tomar el tiempo nunca fue mi punto fuerte.
Ella continuaba parada en la puerta, la mano en la cadera.
—Ven aquí —ordenó él.
—Debería hacerte esperar —murmuró ella mientras trepaba encima de la cama.
Él la abrazó por la cintura y en un movimiento suave la hizo rodar debajo de su cuerpo. Sus labios quedaron a centímetros de su boca, y descendió hasta encontrarla.
—Te ves muy excitante con esa ropa —la provocó—. Es una verdadera lástima que vaya a sacártela tan deprisa.
Ella se rió.
—Una vergüenza terrible.
Él estiró la camisola hasta que desnudó un pecho.
—Amo tus pezones. Son perfectos. Rosados. Tan femeninos.
Hizo rodar la lengua por la fruncida puntita.
—Tienen un sabor tan dulce como su apariencia.
—Eres un miserable provocador—gimió ella.
Él tiró de la camisola hasta que los tirantes cayeron de los hombros, después continuó tirando de la tela hasta dejarla amontonada alrededor de la cintura.
—Podría chuparlos durante toda la noche.
Lamió y pellizcó las rígidas puntas. Su lengua rodeó una, dejando un rastro húmedo. Entonces la chupó y la mantuvo entre sus dientes, haciendo presión con la boca.
La mordedura del dolor mezclado con el casi insoportable placer la hizo contorsionarse debajo de él.
—Me gusta tenerte a mi merced —murmuró él—. Un día de éstos, tendré que atarte y mostrarte mi lado perverso. Apuesto que a Emmet y Jasper también les encantaría.
Oh, por Dios. Ella no había imaginado que le fuese posible estar aún más excitada, pero había estado muy equivocada. Imágenes de su cuerpo atado, sometido a cada uno de sus antojos y deseos enviaron agujas de deseo desde su vagina hasta lo más profundo de su pelvis.
—Te gustó la idea —la provocó él.
Sí, le gustaba aquella idea. Le gustaba mucho, a juzgar por su reacción.
Él bajó por su cuerpo y tiró del encaje de la cintura con los dientes. Mordisqueaba y lamía la sensitiva piel que iba quedando al descubierto.
Finalmente, terminó de retirar toda su ropa íntima y la tiró lejos. Entonces volvió a incorporarse sobre su cuerpo, y le separó las piernas acomodándose entre ellas, su grueso miembro anidando en la humedad caliente de su vagina. Ella gimió en respuesta, sintiendo arder cada terminación nerviosa.
—Jódeme —susurró ella.
Lo sintió crecer entre sus piernas.
—Dios, me encanta cuando hablas sucio —murmuró él.
Ella sonrió y clavó los dientes en su hombro.
—Maldición, mujer ¿estás intentando hacerme gozar antes de que consiga penetrarte?
—Si fueras más rápido, no tendrías que preocuparte por eso.
—Pareces impaciente —la provocó.
Llevó una mano al miembro guiándolo dentro de su abertura.
—Mucho mejor —suspiró Bella jadeante.
—Debí hacerte esperar.
Ella lo mordió nuevamente.
—Jódeme.
La penetró con un golpe poderoso. La abrazó con firmeza, manteniéndola muy cerca mientras sus caderas empezaban el vaivén entre sus piernas.
—Más fuerte —lo urgió ella.
— ¿Estás intentando matarme? —se quejó él.
—Bien duro...
El tiró de su pelo.
—Observa esto, jovencita.
Se incorporó sobre ella y asió sus piernas, le dobló las rodillas contra el pecho, y se arqueó sobre su cuerpo.
Fue deslizando hacia afuera pulgada por pulgada de su miembro con lentitud agonizante hasta que ella se quedó sin aliento. Entonces se hundió profundamente, los duros muslos golpeando sus nalgas. Bella jadeó ante la intensidad de la penetración.
—No pares —imploró cuando él se detuvo.
Le sonrió maliciosamente.
— ¿Ya no estamos tan gallitos, eh?
—Esta me la vas a pagar —susurró Bella.
Edward elevó la pelvis retirándose y detuvo sus movimientos. Bella levantó las caderas, intentando recibirlo completamente otra vez.
—Jódeme —imploró ella, nuevamente.
Gimió y se deslizó dentro de ella.
—Me encanta una mujer boca sucia.
Ella se rió.
Empezó a empujar más duro, alcanzando un ritmo impresionante. Ella intentó erguirse, respirar, pero estaba sin aliento.
Él soltó sus piernas, que cayeron sobre la cama. Bella lo abrazó, acercándolo todo lo que podía. Luego le rodeó la cintura con las piernas, encadenándolo a su cuerpo.
Se besaron ardientemente, jadeantes, las lenguas húmedas imitando los movimientos del miembro entrando y saliendo de la vagina. Las manos de Edward se enredaban rudamente en su pelo mientras él atraía la boca de Bella hacia la suya.
Sintió la urgencia crecer en la ingle. El orgasmo avanzaba sobre ella a una velocidad que nunca había experimentado antes. No hubo ninguna lenta acumulación de tensión hacia una conflagración final. Ésta explotó alrededor de ella en una ola violenta. Todos los músculos de su cuerpo se estiraron dolorosamente y luego se relajaron en el placer como un arco disparando una flecha.
Edward empujaba poderosamente contra ella, las caderas balanceándose adelante y atrás sobre la cama.
—Oh, maldición —jadeó él.
Sí, maldición. Se desmoronó debajo de él cuando lo sintió penetrarla profundamente de nuevo, su semilla vertiéndose en su cuerpo. Las caderas de Edward se retorcían en espasmos mientras liberaba los chorros de su goce.
Finalmente él se dejó caer entre sus piernas, su frente descansando sobre la suya. Su respiración era entrecortada, aspirando grandes bocanadas de aire, intentando conseguir aliento.
—Vas a matarme —gimió él.
—Pero morirías feliz —dijo ella.
Rodó hasta colocarse al lado de ella y la cobijó en sus brazos.
— ¿Quieres que te prepare un baño?
Ella sonrió.
—No, no quiero salir de aquí.
—Me dejaste destruido —se lamentó él.
—Quejica.
Le pellizcó un pezón con la mano libre.
—Cierra la boca o te silenciaré deslizando dentro mi verga.
—Promesas, promesas —se burló ella.
Él se rió y descansó la barbilla encima de su cabeza.
—Duérmete.
Ella suspiró.
— ¿Vas a apagar las luces o quieres que vaya yo?
Él gruñó, pero se deslizó fuera de la cama y caminó en dirección al interruptor.
Antes de alcanzarlo, las luces parpadearon y se apagaron, sumiendo el cuarto en la oscuridad.
— ¿Edward? —gritó aterrada.
Un miedo glacial serpenteó por su columna vertebral. Sabía que él no había apretado el interruptor. Ni siquiera llegó a tocarlo.
Edward volvió rápidamente a su lado. Se puso los tejanos y le lanzó sus ropas sobre la cama.
—Vístete —ordenó.
Ella se apresuró a salir de la cama y se sacó la camisola de satén. Buscó la ropa interior y empezó a meter una pierna en ella.
—Ven conmigo —dijo Edward, asiendo su brazo.
Él la empujó por el pasillo, el brazo curvado protectoramente a su alrededor.
— ¿Será a causa del tiempo? —preguntó ella cuando entraron en la sala de estar.
Edward se inclinó sobre el escritorio y agarró una linterna.
—No, no creo que sea por eso.
El miedo formó una bola dura en su estómago.
— ¿Qué es, entonces?
Se volvió a ella, su rostro apenas visible en la oscuridad.
—Escúchame. Quiero que entres en el baño de visitas y te encierres con llave. Allí no hay ventanas. Quédate hasta que yo vaya a buscarte.
El terror la invadió.
— ¿Edward, qué está pasando?
Él se inclinó y la besó con firmeza, quitándole el aliento.
—Vete.
Ella corrió. Pasó por el comedor y se lanzó por el pasillo donde estaban situadas las habitaciones para huéspedes. Buscó el camino en la oscuridad, deslizando las manos por las paredes. Abrió la puerta del baño y apresuradamente entró, trancó la cerradura y luego tanteó alrededor en la oscuridad. El lavabo, el borde del inodoro. Bajó silenciosamente la tapa del asiento y luego se sentó, encorvándose se abrazó las rodillas junto al pecho.
¿Pasaron horas o apenas minutos? Sentía que era una eternidad. ¿Dónde estaba Edward? No oía ningún sonido, sólo la capa sofocante de oscuridad.
Entonces oyó pasos. Pasos lentos, cautelosos. Más cerca, hasta que se detuvieron del lado exterior de la puerta. Contuvo la respiración y luchó contra el pánico que amenazaba adueñarse de ella.
—Bella, soy yo. Abre la puerta.
Se levantó como resorte del asiento, abrió la puerta de un tirón y se lanzó en los brazos de Edward.
— ¿Qué está pasando? — susurró.
—No estoy seguro. Verifiqué la casa, y los alrededores. Los fusibles están bien, ningún alambre cortado. Debe ser un problema en la línea.
Suspiró aliviada.
—Estaba asustada.
—Lo sé. Lo siento. Vamos a la sala de estar. Quiero que estés donde pueda verte. Voy a encender el fuego.
Ella lo siguió por el pasillo, su mano prendida con firmeza en la de él. Cuando entraron en la sala de estar, una sombra surgió en su línea de visión. Antes de que pudiera reaccionar, sonó un disparo y Edward fue abatido. Cayó en el suelo, a sus pies.
Bella gritó. ¡Oh Dios, Edward había sido alcanzado! Se dejó caer al suelo, indiferente al peligro que corría.
— ¡Edward! ¡Edward! —gritó.
Deslizó las manos por su pecho, sintiendo el tacto cálido y pegajoso. Sangre.
El dolor estalló en su cabeza, cuando alguien la obligó a levantarse tirándole de los pelos.
Reaccionó con furia, pateando y revolviéndose. La figura oscura la arrojó lejos de su cuerpo y ella se golpeó contra la pared. Antes de poder correr, estaba sobre ella. Le golpeó la cara con el dorso de la mano, tirándola al suelo.
Se quedó acostada allí, aturdida, el dolor relampagueando en sus ojos. El atacante le empujó las manos a la espalda y se las esposó. Luchó de modo salvaje, pero él la mantenía inmovilizada contra el suelo con la rodilla. Él le dobló las piernas, y poniéndolas juntas también las esposó por los tobillos.
— ¡Suéltame, bastardo! —gritó ella.
La golpeó nuevamente, luego metió un trapo en su boca. Después amarró un pañuelo alrededor de su cabeza, asegurando la mordaza. Con la rodilla apretando firmemente en la espalda de ella, rebuscó por un minuto y entonces lo oyó discando en un teléfono. Estaba llamando a alguien. ¿A quién?
—La tengo —dijo—. Sí. Ya me hice cargo —escuchó por un minuto—. La llevo a la cabaña. Está en un lugar remoto. Nadie la hallará, me aseguraré de atar todos los cabos sueltos.
Cerró el teléfono y la asió por un brazo, poniéndola en pie.
—Tú y yo vamos a dar un paseo, perra.
Él la arrastró en dirección a la puerta, y ella miró intensamente hacia donde había caído Edward, intentando verlo en la escasa luz. Lágrimas anegaron sus ojos. Edward. Oh, Dios. Ese bastardo lo había matado.
Sollozos salían de su garganta, escapando por la mordaza. Sintió el golpe de aire frío en las piernas desnudas cuando el atacante la empujó afuera a la nieve. Su pijama no ofrecía suficiente protección contra el frío.
Como si ella no pesara nada, el hombre la lanzó arriba de su hombro y se dirigió a la carretera. Algunos minutos más tarde, se detuvo y la echó en la cuneta.
Miró hasta ver un vehículo oscuro, algún tipo de camioneta. El hombre abrió la puerta, luego se volvió para levantarla. La lanzó a la parte de atrás, ella aterrizó con un golpe seco que la dejó sin respiración.
Atrancó la puerta, y segundos más tarde, oyó la puerta del conductor abrirse y el motor siendo encendido.
El pesar y la ira la inundaron en remolinos, una tormenta que no podía controlar. Ignoró el frío, sus heridas, sólo podía pensar en Edward inánime tirado en el suelo.
La camioneta tomó una curva, haciéndola rodar. Algo suave y frío se deslizó hacia su barbilla. Le llevó un momento darse cuenta de que era un teléfono celular. Él debía haberlo dejado caer cuando la lanzó atrás.
Su corazón palpitaba furiosamente mientras intentaba encontrar una manera de usar el teléfono. Sus manos estaban amarradas detrás de la espalda, sus piernas también estaban atadas, y su boca estaba amordazada.
Primero necesitaba librarse de la mordaza. Frotó la cabeza repetidamente por el suelo, intentando deslizar el pañuelo hacia abajo. Después de varias y agonizantes tentativas, sintió que el pañuelo se movía y aflojaba. Restregó la mejilla hasta que finalmente logró que el pañuelo bajara alrededor del cuello.
Masticó y trabajó con la lengua, empujando el trapo fuera de su boca. Finalmente cayó y ella respiró en grandes jadeos, intentando calmar su pánico.
Conseguir abrir el teléfono sería otra batalla. Rodó y contorsionó el cuerpo, sacudiéndose. Movió los dedos, buscando, hasta alcanzar el teléfono. Los dedos se deslizaron por la superficie hasta que consiguió abrirlo.
Palpó los botones, intentando descubrir cuál era cual. Con torpeza, apretó uno, después otro, hasta finalmente lograr introducir la secuencia del número del teléfono celular de Emmet. Luego buscó a tientas y presionó el botón para enviar la llamada, rogando haber adivinado correctamente.
En cuanto apretó el último botón, rodó y se retorció, girando hasta que su boca y oreja quedaron cerca del receptor.
Que atienda, rezó ella. Por favor, que atienda. 

1 comentario:

  1. que miedo por favor que Edward este bien que logre recuperar el conocimiento y que Emmett conteste por favor :(

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