CAPÍTULO 22
Parecía una noche perfecta. La nieve cesó
finalmente, dejando el paisaje cubierto por una sábana blanca. El fuego ardía
en la chimenea, y Bella estaba sentada en el suelo jugando al Monopoly con Jasper
y Edward. Emmet apagó el ordenador y deambuló perezosamente hasta sentarse
detrás de Bella.
Acarició su pelo, disfrutando de verla entretenida
con sus hermanos. Sí, era una noche perfecta. Por lo tanto no debería haberse
sorprendido cuando el teléfono sonó.
Suspiró con disgusto y quitó la mano del pelo de Bella.
—No contestes —dijo ella roncamente, sonriéndole con
dulzura.
Por un momento, él casi atendió su pedido. Pero
podía ser Cal llamando con noticias, o podían ser sus padres.
—Vuelvo enseguida —dijo, dándole un beso en los
labios.
Terminó de levantarse del suelo justo cuando el
teléfono dejó de sonar. No había llegado a acomodarse de nuevo cuando su
celular empezó a zumbar.
Mierda. Lo que quiera que fuera, debía ser
importante.
Se sentó en la silla del ordenador y abrió el
teléfono.
—Emmet — dijo.
— ¿Emmet? Soy Rosalie. Mira, necesito tu ayuda. La
de todos, si pueden. Tengo un niño desaparecido. Con toda esta nieve fresca es
imposible encontrar el rastro. Me vendría bien vuestra experiencia.
Emmet suspiró y se pasó una mano por el pelo.
Maldición. Lo último que quería hacer era salir con aquel frío, pero no podía
dejar que un niño perdido se congelara hasta la muerte.
— ¿Dónde debemos ir? —preguntó con resignación.
—Encuéntrenme en la ciudad. Estamos organizando la
búsqueda aquí, en el cuartel general. Y escucha, Emmet. Traigan sus rifles.
Tenemos razones para creer que se trata de un rapto.
Emmet cerró el teléfono y se encontró con tres pares
de ojos fijos en él.
Bella estiró las piernas y se levantó. Caminó hacia
él, la preocupación frunciendo su frente.
— ¿Qué está mal? —preguntó.
Detrás de ella, Jasper y Edward también se
levantaron, toda su atención puesta en Emmet.
—Era Rosalie —dijo él. Observó la reacción de Bella.
Frunció ligeramente el ceño, pero no dijo nada.
— ¿Qué quiere? —preguntó Edward.
—Necesita nuestra ayuda. Están buscando un niño
perdido y con la nevada, no consiguen hallar el rastro.
—No sé… —comenzó Jasper.
—Tienen que ir —dijo Bella suavemente—. Quiero
decir, tienen que encontrar al niño.
Emmet asintió.
—Vayan. Yo estaré bien —continuó, abrazándose a sí
misma.
—Uno de nosotros debería quedarse —Emmet esperó la
aprobación de los hermanos—. Bella no puede quedarse sola.
No quería alarmarla, pero de ningún modo la dejarían
desamparada con su esposo suelto por ahí. El incidente en Denver estaba aún muy
fresco en su memoria.
—Yo me quedaré —se ofreció Edward—. Tú y Jasper
pueden ir.
Emmet asintió.
—De acuerdo.
Envolvió a Bella en sus brazos.
—Volveremos en cuanto podamos, muñeca.
Ella se irguió en puntas de pie y lo besó.
—Más les vale.
El sonrió y giró hacia Jasper.
— ¿Estás listo?
Jasper besó ligeramente los pelos de Bella y luego
se apresuró hacia el armario donde guardaban el equipo.
Cinco minutos más tarde, salieron y subieron al
jeep. Mientras bajaban por el camino, Emmet sintió un peso en el pecho. No
conseguía explicar lo que sentía, pero la preocupación se instaló en él.
Bella giró hacia Edward cuando la puerta se cerró y
le tendió los brazos.
—Solos tú y yo.
Sonrió y le dirigió una mirada lenta.
—Puedo pensar en cosas peores.
El corazón se le disparó en el pecho.
—Oh, en las cosas que te voy a hacer —dijo Edward
maliciosamente.
Sonrió y lo empujó bromeando.
—Oh no, niño malo, las cosas que yo te voy a hacer.
Él levantó una ceja.
—Creo que me gusta cómo suena eso.
Bella movió seductoramente las pestañas.
—Búscame en el dormitorio. En cinco minutos.
Intentó asirla, pero ella consiguió escapar y corrió
hacia el cuarto, chillando entre risas:
— ¡Cinco minutos!
Cerró la puerta y se dirigió al armario donde había
escondido la lencería sensual que compró en Denver. Sacó de su envoltorio el
conjunto melocotón de seda pura.
Deprisa se deshizo de los tejanos y la camisa. Salió
del vestidor haciendo equilibrio sobre un pie, intentando meter el otro en el
mínimo short de seda del conjunto. Se despeinó el pelo con los dedos y corrió
al baño para echar un vistazo rápido a los resultados.
La sonriente y risueña chica en el espejo no se
parecía en nada al conejo desarrapado y asustado de algunas semanas atrás.
Se pasó el cepillo por el pelo ahora castaño claro.
Sólo tenía más o menos un minuto antes de que Edward
echara la puerta abajo.
Soltó el cepillo y corrió hacia la cama.
Para su sorpresa, Edward estaba allí esperando por
ella. Desnudo.
—Oh, eres muy malo —lo regañó ella—. Se suponía que
esperarías cinco minutos.
Él le sonrió tímidamente:
—Tomar el tiempo nunca fue mi punto fuerte.
Ella continuaba parada en la puerta, la mano en la
cadera.
—Ven aquí —ordenó él.
—Debería hacerte esperar —murmuró ella mientras
trepaba encima de la cama.
Él la abrazó por la cintura y en un movimiento suave
la hizo rodar debajo de su cuerpo. Sus labios quedaron a centímetros de su
boca, y descendió hasta encontrarla.
—Te ves muy excitante con esa ropa —la provocó—. Es
una verdadera lástima que vaya a sacártela tan deprisa.
Ella se rió.
—Una vergüenza terrible.
Él estiró la camisola hasta que desnudó un pecho.
—Amo tus pezones. Son perfectos. Rosados. Tan
femeninos.
Hizo rodar la lengua por la fruncida puntita.
—Tienen un sabor tan dulce como su apariencia.
—Eres un miserable provocador—gimió ella.
Él tiró de la camisola hasta que los tirantes
cayeron de los hombros, después continuó tirando de la tela hasta dejarla
amontonada alrededor de la cintura.
—Podría chuparlos durante toda la noche.
Lamió y pellizcó las rígidas puntas. Su lengua rodeó
una, dejando un rastro húmedo. Entonces la chupó y la mantuvo entre sus
dientes, haciendo presión con la boca.
La mordedura del dolor mezclado con el casi
insoportable placer la hizo contorsionarse debajo de él.
—Me gusta tenerte a mi merced —murmuró él—. Un día
de éstos, tendré que atarte y mostrarte mi lado perverso. Apuesto que a Emmet y
Jasper también les encantaría.
Oh, por Dios. Ella no había imaginado que le fuese
posible estar aún más excitada, pero había estado muy equivocada. Imágenes de
su cuerpo atado, sometido a cada uno de sus antojos y deseos enviaron agujas de
deseo desde su vagina hasta lo más profundo de su pelvis.
—Te gustó la idea —la provocó él.
Sí, le gustaba aquella idea. Le gustaba mucho, a
juzgar por su reacción.
Él bajó por su cuerpo y tiró del encaje de la
cintura con los dientes. Mordisqueaba y lamía la sensitiva piel que iba
quedando al descubierto.
Finalmente, terminó de retirar toda su ropa íntima y
la tiró lejos. Entonces volvió a incorporarse sobre su cuerpo, y le separó las
piernas acomodándose entre ellas, su grueso miembro anidando en la humedad
caliente de su vagina. Ella gimió en respuesta, sintiendo arder cada
terminación nerviosa.
—Jódeme —susurró ella.
Lo sintió crecer entre sus piernas.
—Dios, me encanta cuando hablas sucio —murmuró él.
Ella sonrió y clavó los dientes en su hombro.
—Maldición, mujer ¿estás intentando hacerme gozar
antes de que consiga penetrarte?
—Si fueras más rápido, no tendrías que preocuparte
por eso.
—Pareces impaciente —la provocó.
Llevó una mano al miembro guiándolo dentro de su abertura.
—Mucho mejor —suspiró Bella jadeante.
—Debí hacerte esperar.
Ella lo mordió nuevamente.
—Jódeme.
La penetró con un golpe poderoso. La abrazó con
firmeza, manteniéndola muy cerca mientras sus caderas empezaban el vaivén entre
sus piernas.
—Más fuerte —lo urgió ella.
— ¿Estás intentando matarme? —se quejó él.
—Bien duro...
El tiró de su pelo.
—Observa esto, jovencita.
Se incorporó sobre ella y asió sus piernas, le dobló
las rodillas contra el pecho, y se arqueó sobre su cuerpo.
Fue deslizando hacia afuera pulgada por pulgada de
su miembro con lentitud agonizante hasta que ella se quedó sin aliento.
Entonces se hundió profundamente, los duros muslos golpeando sus nalgas. Bella
jadeó ante la intensidad de la penetración.
—No pares —imploró cuando él se detuvo.
Le sonrió maliciosamente.
— ¿Ya no estamos tan gallitos, eh?
—Esta me la vas a pagar —susurró Bella.
Edward elevó la pelvis retirándose y detuvo sus
movimientos. Bella levantó las caderas, intentando recibirlo completamente otra
vez.
—Jódeme —imploró ella, nuevamente.
Gimió y se deslizó dentro de ella.
—Me encanta una mujer boca sucia.
Ella se rió.
Empezó a empujar más duro, alcanzando un ritmo
impresionante. Ella intentó erguirse, respirar, pero estaba sin aliento.
Él soltó sus piernas, que cayeron sobre la cama. Bella
lo abrazó, acercándolo todo lo que podía. Luego le rodeó la cintura con las
piernas, encadenándolo a su cuerpo.
Se besaron ardientemente, jadeantes, las lenguas
húmedas imitando los movimientos del miembro entrando y saliendo de la vagina.
Las manos de Edward se enredaban rudamente en su pelo mientras él atraía la
boca de Bella hacia la suya.
Sintió la urgencia crecer en la ingle. El orgasmo
avanzaba sobre ella a una velocidad que nunca había experimentado antes. No
hubo ninguna lenta acumulación de tensión hacia una conflagración final. Ésta
explotó alrededor de ella en una ola violenta. Todos los músculos de su cuerpo
se estiraron dolorosamente y luego se relajaron en el placer como un arco
disparando una flecha.
Edward empujaba poderosamente contra ella, las
caderas balanceándose adelante y atrás sobre la cama.
—Oh, maldición —jadeó él.
Sí, maldición. Se desmoronó debajo de él cuando lo
sintió penetrarla profundamente de nuevo, su semilla vertiéndose en su cuerpo.
Las caderas de Edward se retorcían en espasmos mientras liberaba los chorros de
su goce.
Finalmente él se dejó caer entre sus piernas, su
frente descansando sobre la suya. Su respiración era entrecortada, aspirando
grandes bocanadas de aire, intentando conseguir aliento.
—Vas a matarme —gimió él.
—Pero morirías feliz —dijo ella.
Rodó hasta colocarse al lado de ella y la cobijó en
sus brazos.
— ¿Quieres que te prepare un baño?
Ella sonrió.
—No, no quiero salir de aquí.
—Me dejaste destruido —se lamentó él.
—Quejica.
Le pellizcó un pezón con la mano libre.
—Cierra la boca o te silenciaré deslizando dentro mi
verga.
—Promesas, promesas —se burló ella.
Él se rió y descansó la barbilla encima de su
cabeza.
—Duérmete.
Ella suspiró.
— ¿Vas a apagar las luces o quieres que vaya yo?
Él gruñó, pero se deslizó fuera de la cama y caminó
en dirección al interruptor.
Antes de alcanzarlo, las luces parpadearon y se
apagaron, sumiendo el cuarto en la oscuridad.
— ¿Edward? —gritó aterrada.
Un miedo glacial serpenteó por su columna vertebral.
Sabía que él no había apretado el interruptor. Ni siquiera llegó a tocarlo.
Edward volvió rápidamente a su lado. Se puso los
tejanos y le lanzó sus ropas sobre la cama.
—Vístete —ordenó.
Ella se apresuró a salir de la cama y se sacó la
camisola de satén. Buscó la ropa interior y empezó a meter una pierna en ella.
—Ven conmigo —dijo Edward, asiendo su brazo.
Él la empujó por el pasillo, el brazo curvado
protectoramente a su alrededor.
— ¿Será a causa del tiempo? —preguntó ella cuando
entraron en la sala de estar.
Edward se inclinó sobre el escritorio y agarró una
linterna.
—No, no creo que sea por eso.
El miedo formó una bola dura en su estómago.
— ¿Qué es, entonces?
Se volvió a ella, su rostro apenas visible en la
oscuridad.
—Escúchame. Quiero que entres en el baño de visitas
y te encierres con llave. Allí no hay ventanas. Quédate hasta que yo vaya a
buscarte.
El terror la invadió.
— ¿Edward, qué está pasando?
Él se inclinó y la besó con firmeza, quitándole el
aliento.
—Vete.
Ella corrió. Pasó por el comedor y se lanzó por el
pasillo donde estaban situadas las habitaciones para huéspedes. Buscó el camino
en la oscuridad, deslizando las manos por las paredes. Abrió la puerta del baño
y apresuradamente entró, trancó la cerradura y luego tanteó alrededor en la
oscuridad. El lavabo, el borde del inodoro. Bajó silenciosamente la tapa del
asiento y luego se sentó, encorvándose se abrazó las rodillas junto al pecho.
¿Pasaron horas o apenas minutos? Sentía que era una
eternidad. ¿Dónde estaba Edward? No oía ningún sonido, sólo la capa sofocante
de oscuridad.
Entonces oyó pasos. Pasos lentos, cautelosos. Más
cerca, hasta que se detuvieron del lado exterior de la puerta. Contuvo la
respiración y luchó contra el pánico que amenazaba adueñarse de ella.
—Bella, soy yo. Abre la puerta.
Se levantó como resorte del asiento, abrió la puerta
de un tirón y se lanzó en los brazos de Edward.
— ¿Qué está pasando? — susurró.
—No estoy seguro. Verifiqué la casa, y los
alrededores. Los fusibles están bien, ningún alambre cortado. Debe ser un
problema en la línea.
Suspiró aliviada.
—Estaba asustada.
—Lo sé. Lo siento. Vamos a la sala de estar. Quiero
que estés donde pueda verte. Voy a encender el fuego.
Ella lo siguió por el pasillo, su mano prendida con
firmeza en la de él. Cuando entraron en la sala de estar, una sombra surgió en
su línea de visión. Antes de que pudiera reaccionar, sonó un disparo y Edward
fue abatido. Cayó en el suelo, a sus pies.
Bella gritó. ¡Oh Dios, Edward había sido alcanzado!
Se dejó caer al suelo, indiferente al peligro que corría.
— ¡Edward! ¡Edward! —gritó.
Deslizó las manos por su pecho, sintiendo el tacto
cálido y pegajoso. Sangre.
El dolor estalló en su cabeza, cuando alguien la
obligó a levantarse tirándole de los pelos.
Reaccionó con furia, pateando y revolviéndose. La
figura oscura la arrojó lejos de su cuerpo y ella se golpeó contra la pared.
Antes de poder correr, estaba sobre ella. Le golpeó la cara con el dorso de la
mano, tirándola al suelo.
Se quedó acostada allí, aturdida, el dolor
relampagueando en sus ojos. El atacante le empujó las manos a la espalda y se
las esposó. Luchó de modo salvaje, pero él la mantenía inmovilizada contra el
suelo con la rodilla. Él le dobló las piernas, y poniéndolas juntas también las
esposó por los tobillos.
— ¡Suéltame, bastardo! —gritó ella.
La golpeó nuevamente, luego metió un trapo en su
boca. Después amarró un pañuelo alrededor de su cabeza, asegurando la mordaza.
Con la rodilla apretando firmemente en la espalda de ella, rebuscó por un
minuto y entonces lo oyó discando en un teléfono. Estaba llamando a alguien. ¿A
quién?
—La tengo —dijo—. Sí. Ya me hice cargo —escuchó por
un minuto—. La llevo a la cabaña. Está en un lugar remoto. Nadie la hallará, me
aseguraré de atar todos los cabos sueltos.
Cerró el teléfono y la asió por un brazo, poniéndola
en pie.
—Tú y yo vamos a dar un paseo, perra.
Él la arrastró en dirección a la puerta, y ella miró
intensamente hacia donde había caído Edward, intentando verlo en la escasa luz.
Lágrimas anegaron sus ojos. Edward. Oh, Dios. Ese bastardo lo había matado.
Sollozos salían de su garganta, escapando por la
mordaza. Sintió el golpe de aire frío en las piernas desnudas cuando el
atacante la empujó afuera a la nieve. Su pijama no ofrecía suficiente
protección contra el frío.
Como si ella no pesara nada, el hombre la lanzó
arriba de su hombro y se dirigió a la carretera. Algunos minutos más tarde, se
detuvo y la echó en la cuneta.
Miró hasta ver un vehículo oscuro, algún tipo de
camioneta. El hombre abrió la puerta, luego se volvió para levantarla. La lanzó
a la parte de atrás, ella aterrizó con un golpe seco que la dejó sin
respiración.
Atrancó la puerta, y segundos más tarde, oyó la
puerta del conductor abrirse y el motor siendo encendido.
El pesar y la ira la inundaron en remolinos, una
tormenta que no podía controlar. Ignoró el frío, sus heridas, sólo podía pensar
en Edward inánime tirado en el suelo.
La camioneta tomó una curva, haciéndola rodar. Algo
suave y frío se deslizó hacia su barbilla. Le llevó un momento darse cuenta de
que era un teléfono celular. Él debía haberlo dejado caer cuando la lanzó
atrás.
Su corazón palpitaba furiosamente mientras intentaba
encontrar una manera de usar el teléfono. Sus manos estaban amarradas detrás de
la espalda, sus piernas también estaban atadas, y su boca estaba amordazada.
Primero necesitaba librarse de la mordaza. Frotó la
cabeza repetidamente por el suelo, intentando deslizar el pañuelo hacia abajo.
Después de varias y agonizantes tentativas, sintió que el pañuelo se movía y
aflojaba. Restregó la mejilla hasta que finalmente logró que el pañuelo bajara
alrededor del cuello.
Masticó y trabajó con la lengua, empujando el trapo
fuera de su boca. Finalmente cayó y ella respiró en grandes jadeos, intentando
calmar su pánico.
Conseguir abrir el teléfono sería otra batalla. Rodó
y contorsionó el cuerpo, sacudiéndose. Movió los dedos, buscando, hasta
alcanzar el teléfono. Los dedos se deslizaron por la superficie hasta que
consiguió abrirlo.
Palpó los botones, intentando descubrir cuál era
cual. Con torpeza, apretó uno, después otro, hasta finalmente lograr introducir
la secuencia del número del teléfono celular de Emmet. Luego buscó a tientas y
presionó el botón para enviar la llamada, rogando haber adivinado
correctamente.
En cuanto apretó el último botón, rodó y se
retorció, girando hasta que su boca y oreja quedaron cerca del receptor.
Que atienda, rezó ella. Por favor, que atienda.
que miedo por favor que Edward este bien que logre recuperar el conocimiento y que Emmett conteste por favor :(
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